El Sentido de la Bioética

¿Mitad Humano, Mitad Animal?

Junio 2008 . Los científicos británicos han recibido recientemente de su agencia reguladora la autorización para crear “embriones híbridos”. Estos embriones se producen mediante técnicas de clonación, utilizando para ello partes humanas y animales. Al inyectar un núcleo humano (el “paquete genético humano”) dentro de un óvulo de vaca al que se le ha retirado su propio paquete genético, se puede crear un embrión humano defectuoso.

Algunas personas imaginan que el resultado de esto sería una creatura mitad humano y mitad animal, y de ahí el nombre “embrión híbrido”. Sin embargo, debido a que el paquete genético nuclear es completamente humano, en realidad el nuevo embrión sería humano, pero con varias moléculas vacunas presentes como “contaminantes” dentro del mecanismo bioquímico del embrión. La razón para tratar de producir estos embriones humanos con defecto es el poder destruirlos antes de que crezcan demasiado, es decir, antes de que lleguen a dos semanas de edad, y así poder obtener sus células madre.

Este extraño proyecto de producir embriones humanos parcialmente dañados utilizando para ello óvulos vacunos está siendo promovido en gran parte debido a la dificultad para lograr que las mujeres acepten donar sus óvulos. La mayoría de las mujeres rechaza la idea de ceder voluntariamente sus óvulos para que los científicos los usen en experimentos de clonación. Este procedimiento para obtener óvulos no solo es invasivo, doloroso y peligroso para la mujer sino que frecuentemente ella siente un natural instinto protector hacia sus propios óvulos, hacia su fertilidad y hacia los hijos que estos óvulos pudieran engendrar.

Este instinto de proteger a la progenie está profundamente arraigado no solo en los seres humanos sino en todo el reino animal, y no hace falta una reflexión profunda para darnos cuenta del problema moral de producir progenie humana en laboratorios, usando una amalgama con componentes vacunos, para luego canibalizarlos científicamente.

Este instinto natural de proteger a nuestra progenie lo vemos ilustrado de manera impactante en el caso del Pingüino Emperador. Éste es el único animal de sangre caliente lo suficientemente fuerte como para permanecer en la Antártida durante todo el invierno, mientras que los demás migran a climas menos fríos. La narración de los hábitos reproductivos del Pingüino Emperador ha fascinado a millones en la reciente película La Marcha de los Pingüinos. Estos animales encuentran una pareja, a quien le son singularmente fieles, y cada hembra pone un huevo del tamaño de una pelota de softbol, misma que cede a su pareja. Durante los dos meses siguientes ella se ocupa frenéticamente de alimentarse en aguas oceánicas, dejando al macho incubando el huevo durante lo peor del invierno polar y manteniéndose únicamente con su grasa corporal.

En medio de tremendas ventiscas y durante semanas de obscuridad invernal, el macho cuidadosamente balancea sobre sus patas el huevo que contiene el embrión del pingüino en crecimiento, envolviéndolo con su denso plumaje y aislándolo completamente del frío que podría matarlo. Ese huevo permanecerá sobre sus patas por más de 60 días, período durante el cual el macho no come nada y pierde hasta la mitad de su peso corporal. Si el huevo cayera de ese refugio protector se congelaría sobre el hielo polar en cuestión de pocos minutos. La madre normalmente regresa cuando se acerca el momento en que el polluelo rompe el cascarón. Después que esto sucede, el pequeño Pingüino Emperador permanece sus dos primeros meses acurrucado bajo el plumaje protector de su papá o su mamá, donde la temperatura se mantiene alrededor de 36°C (96.8°F). Los padres se turnan en el cuidado del pequeño pingüino, dándole alimento regurgitado hasta que está listo para salir de su refugio secreto y enfrentar los severos elementos de la Antártida.

El increíble esmero del Pingüino Emperador por sus crías en estado previo al nacimiento, protegiéndolos escrupulosamente aun en esas vulnerables etapas embrionarias, es un poderoso testimonio del adecuado orden que existe en la creación, donde los integrantes adultos de la especie, de manera natural, hacen lo extraordinario para asegurar la salvaguarda y el bienestar de los integrantes más pequeños.

Parte del progreso de la civilización humana a través de los siglos ha estado en una protección similar de los pequeños, donde los niños han sido considerados como un bien sagrado y como un fin en sí mismos, y no meramente como un medio para satisfacer los deseos de los padres (o de los científicos). El Padre Raymond de Souza ha resumido el tema muy bien:

“Es distintivo de la civilización occidental que los niños sean vistos como un bien por derecho propio, personas con derechos y dignidad confiados al cuidado de sus padres. Esta es una idea tan común que no nos detenemos a considerarla como un gran logro de la civilización, pero lo es. En el mundo antiguo tanto el infanticidio como el sacrificio de niños no eran raros, y en general su estado legal era equiparable al de cualquier otra propiedad del patrimonio familiar. Fue necesaria una larga y dolorosa labor durante siglos –apelando tanto a recursos religiosos como civiles– para poder llegar a la aceptación cultural y legal de que el niño no existe como un objeto para beneficio de los demás, sino que debe ser tratado como un sujeto por propio derecho”.

Actualmente, sin embargo, estamos siendo fuertemente tentados a sabotear estas intuiciones e instintos arrancando a nuestros pequeños, con la fuerza del aborto, del refugio protector del vientre de su madre, y no sólo eso, sino profanando nuestros propios hijos en embrión como si fuesen simples objetos para la maximización científica, tratándolos como piezas de almacén para producir repuestos o células madre.

Hay quienes en nuestra sociedad pretenden hacer parecer que este tipo de experimentación científica representa “progreso”, cuando la realidad es que significa un retroceso a aquellas épocas en las que los niños eran considerados cosas que la gente podía utilizar. Una de las razones por las que La Marcha de los Pingüinos tuvo tanto éxito fue por la forma en que enalteció el amor, la protección y el sacrificio de los padres que a todos nosotros, de manera natural, nos impulsan. La destrucción de nuestra propia progenie mediante la experimentación con células madre embrionarias –por más que algunos quieran maquillarla con términos técnicos como “híbridos”– es un regreso al barbarismo de épocas pasadas.

El grado extraordinario en el que algunos integrantes del reino animal buscan proteger a sus crías embrionarias debe darnos una pausa para reflexionar como sociedad sobre cuestiones básicas, y ayudarnos a recuperar el equilibrio moral. De no ser así, continuaremos cayendo en picada, transgrediendo nuestra propia naturaleza y nuestras más sagradas obligaciones hacia nuestros pequeños.